¿Una ley inocente?
La reciente propuesta de la Ley Orgánica de Bienestar Animal ha generado un áspero debate en el país, y no es para menos. No se trata de una ley cualquiera pues sus impactos afectarían directamente en el día de día de los 18 millones de ecuatorianos. Pero, ¿qué está detrás de esta iniciativa que irrumpió con una fuerza inesperada, poniendo contra las cuerdas a prácticamente toda la institucionalidad nacional? ¿De dónde proviene toda esa capacidad de penetración y de poner al país de cabeza, para que hable de ella? La respuesta está en una agenda que se intenta aplicar desde el exterior y de la que la mayoría de ecuatorianos ni siquiera tiene idea que existe.
En 2015, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) estableció un marco global para abordar desafíos críticos como el cambio climático, la pobreza y la desigualdad. Fue así que en aquel año creó la Agenda 2030 que contiene los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS). Estos objetivos tienen una profunda influencia en la formulación de leyes nacionales y parte de los temas que abordan son, precisamente, el bienestar animal y la producción sostenible. Sin embargo, surge la preocupación de que tales iniciativas, aunque bienintencionadas, pueden alterar patrones culturales y de nutrición profundamente arraigados, afectando la libertad de la sociedad para decidir sobre su alimentación y estilo de vida.
En el contexto de bienestar animal, el ODS 12 («Producción y consumo responsables») y el ODS 15 («Vida de ecosistemas terrestres») se utilizan para promover un cambio hacia prácticas más sostenibles y éticas en la producción de alimentos. La propuesta de la Ley Orgánica de Bienestar Animal en Ecuador se inscribe dentro de este marco, buscando no solo mejorar las condiciones de vida de los animales, sino también promover un cambio hacia una dieta más vegetal y sostenible.
Sin embargo, este alineamiento con la Agenda 2030 plantea preguntas sobre la autonomía de las naciones en la formulación de políticas que respeten su contexto cultural y socioeconómico. En Ecuador, un país con una rica tradición agrícola y ganadera, la transición hacia una dieta predominantemente vegetal encontrará severas resistencias, no solo por razones culturales, sino también por las implicaciones económicas para los sectores ganadero y agrícola.
La introducción de políticas que favorecen la reducción del consumo de proteína animal en favor de alternativas vegetales o de laboratorio puede considerarse como un intento de cambiar patrones culturales y de nutrición que han prevalecido durante siglos. En muchas culturas, incluida la ecuatoriana, la carne no es solo una fuente de nutrición, sino también un componente central de la identidad cultural y social. Las festividades, las celebraciones y las prácticas cotidianas a menudo giran en torno a platos tradicionales que incluyen carne, y cualquier intento de modificar estos patrones puede ser visto como una amenaza a la herencia cultural.
Pero existe además otro componente crítico en la concepción de estas normativas, que suelen ser simplemente un ‘cortar y pegar’ de libretos ya preestablecidos por corporaciones disfrazadas de organizaciones no gubernamentales. Estas entidades se presentan a menudo como defensoras del bienestar animal y la sostenibilidad. Sin embargo, existe una creciente preocupación de que estas entidades puedan estar impulsando agendas que favorecen a ciertos sectores económicos a expensas de otros.
La creciente industria de proteínas vegetales y de laboratorio, por ejemplo, se beneficia enormemente de las políticas que limitan el consumo de carne. Empresas como Beyond Meat o Impossible Foods han experimentado un auge en sus negocios en parte debido a la creciente presión sobre la industria cárnica tradicional. Estas corporaciones, respaldadas por poderosos intereses económicos, podrían estar utilizando el discurso del bienestar animal y la sostenibilidad para abrir mercados y desplazar a los productores tradicionales de carne.
Un ejemplo ilustrativo es el caso de la Unión Europea, donde las políticas alimentarias y de bienestar animal han promovido activamente el consumo de proteínas alternativas. En países como Alemania y Francia, las subvenciones gubernamentales y las campañas públicas han favorecido la adopción de dietas basadas en plantas, a menudo en detrimento de los productores locales de carne y lácteos. Si esta tendencia se imita en el Ecuador podría tener consecuencias devastadoras para los pequeños agricultores y ganaderos que dependen de la producción animal para su sustento.
Como vemos, la ‘inocencia’ y ‘buena intención’ en este tipo de iniciativas está en tela de duda y su origen podría tenernos sin cuidado, de no ser porque sus esfuerzos se enfilan a debilitar la salud pública al presionar una transición hacia una dieta predominantemente basada en proteínas alternativas, cuando el consumo de carne y otros productos animales ha sido parte integral de la nutrición humana durante milenios, proporcionando nutrientes esenciales que son difíciles de obtener en cantidades suficientes a través de dietas exclusivamente vegetales.
La reducción o eliminación del consumo de productos animales, especialmente en poblaciones vulnerables como niños, ancianos y personas con necesidades dietéticas especiales, podría llevar a deficiencias nutricionales si no se maneja adecuadamente. Por lo tanto, cualquier política que promueva un cambio en la dieta debe ser cuidadosamente evaluada para asegurar que no comprometa la salud pública.
Nadie discute la legitimidad de impulsar los objetivos de bienestar animal y sostenibilidad, pero esa legitimidad solo puede concretarse en tanto estas iniciativas no sacrifiquen la diversidad cultural, la libertad de elección y la salud pública. Las políticas deben ser diseñadas de manera que respeten el contexto local y aseguren que todos los sectores de la sociedad, incluidos los pequeños agricultores y los consumidores, puedan beneficiarse equitativamente de los cambios hacia un futuro más sostenible.